La sociedad en la que estamos viviendo no es feliz. Expresión de ello es la indignación de quienes tratan de representar el “sentir de la gente” en los medios de comunicación (artículos, tertulias, entrevistas, manifiestos de partidos políticos). Peor es todavía echar una mirada al Parlamento, escenario del malhumor. ¡Cuánta tristeza, indignación circula por las bancadas! Los señores y señoras diputados no disfrutan con la acción política, no sueñan, no comparten. Se enfrentan. Se burlan los unos de “los otros”. Se acusan mutuamente de corrupción. La tribuna de oradores es un “muro de lamentaciones”, de las críticas sin matices. Parece que vivimos en el reino de la mentira, del robo, de la extorsión. De nadie se puede uno fiar. ¡Todos ven la mota en el ojo ajeno! ¡Nadie la viga en el suyo proprio. ¿Ocurrirá algo parecido en la Iglesia, en la vida consagrada hoy?
Nuestra sociedad tiene muy pocas buenas noticias que celebrar y disfrutar. Envidiamos a “otras sociedades”. ¡Con qué autosuficiencia y jactancia dicen algunos tertulianos: “Es que en Inglaterra, en Suecia, en los países civilizados… ¡no ocurre esto”. ¡Vamos, que lo mejor sería emigrar de nuestro propio país hacia el país de la inteligencia, del bienestar, de la felicidad! En última instancia… habría que emigrar del “planeta azul”. Eso ocurre también en la vida consagrada para algunos: ¡la solución está en emigrar, y si es en grupo mejor! Pero ¿hacia dónde?